Los asaltatumbas de Santa Cruz
"Te salvas del rayo, no de la raya."
Dicho popular
I
Alfredo y Jacinto eran amigos desde pequeños y secuaces desde adolescentes. Habían nacido, crecido, errado y atracado en el pueblo de Santa Cruz. Sus andanzas no eran secretas aunque sí temidas, por tanto, las víctimas de pequeños hurtos nunca los denunciaron.
Pero el hambre continua de emociones más fuertes y mejor remuneración los llevó de su pequeña carrerilla solitaria de Cacos a la ominosa senda impronunciable de los violatumbas.
Los vampiros, asaltatumbas, Resucitadores y demás epítetos pintorescos dados por la gente describían a una mafia bien organizada de violadores de criptas qué vendían sus mercancías a buen precio en la Universidad Autónoma o en otros sitios menos propios para el estudio de un cadáver, en aquélla sexta década del siglo veinte, y en especial en la provincia mexicana, la facultad de medicina estaba ávida de aumentar su material de estudio para los más de dos mil estudiantes ya que los proporcionados por el estado resultaban insuficientes ante tal demanda.
La gente de aquél estado estaba In vilo ante el saqueo de las tumbas de los seres queridos. Muchas personas tuvieron que contemplar entristecidos y rabiosos la exhumación de un ataúd vacío donde tendría que haber algo...
Fue Alfredo el que jaló a Jacinto al movimiento ominoso. Habían estado bebiendo en una de las mil cantinas de aquél valle soleado de vicio y decrepitud cuando Jacinto le confesó a su amigo eterno de correrías y juergas que pese a sacar un buen botín de sus trabajos diarios, ansiaba hallar el modo de ganar más. Alfredo, enarcando el par de tupidas cejas que poseía, miró a su compadre reflexivo, hacia un par de meses que había comenzado en el sindicato de la carne humana y, pese a ganarse más dinero en una semana de la que en toda en sus primeros siete años de vida, deseaba achicar el esfuerzo del hurto de aquellos fiambres de medianoche.
En voz baja, bebiendo unos mezcales y fumando unos cigarros de papel arroz, Alfredo le contó a Jacinto que a veces por las noches, recorría los caminos en su camioneta vieja y herrumbrosa, le confesó que a veces solía brincar las cercas de los panteones donde sabia que había muertos frescos, también le habló disimuladamente entre vaharadas de un Porro de marihuana, de ciertos locales exóticos donde a veces solía llevar a vender algunos kilos de un tipo de carne bastante especial.
Y le dijo más que nada, que ahí estaba una beta de oro inagotable ya que mientras hubiera muertos, habría trabajo
Aquello fue todo, Jacinto no necesitó más. A la noche siguiente, ambos, vestidos de negro riguroso, bien puestos de ácido y con la ambición en los ojos, se lanzaron a la aventura.
Durante una hora condujeron al ritmo bajo de un cassette de.greateful death hasta llegar a un osario imponente, Alfredo bajó de la destartalada camioneta y abrió el herrumbroso portal del camposanto, para que la camioneta entrará. Diez minutos más tarde, bajaban del armatoste frente a una cripta.
Aquélla noche quedó impresa a fuego en la mente de Jacinto, entró detrás de su secuaz iluminándose con una lampara de baterías.
Esa noche loca, Jacinto supo que incluso la luz, bajó cierta atmósfera plutónica y ante ojos drogados, podía verse más que agónica, Cadavérica.
Terminaron de cargar el material a la una de la madrugada con veinte minutos, de ahí, un fantasmal viaje veloz en una oscura carretera amenazante, Jacinto disfrutó el viento del camino refrescando su frente afiebrada, era un alma descarriada, pero hasta él había tenido que abandonar lo último de nobleza al que hubiese podido aspirar alguna vez, ahora definitivamente era un alma pérdida, un necrófago. Jacinto había ido a la universidad alguna vez, y también había cursado la facultad de filosofía y letras, expulsado por uso de estupefacientes en aquélla era turbia y rockera de los sesentas, había sido un idealista desengañado por las represalias gubernamentales, había optado por una vida licenciosa y libre.
Pero, camino al mercado de carne humana, a Jacinto le venían a la mente citas enloquecidas de mil pensadores, narradores, historiadores y dementes que hablaban a gritos de tumbas abiertas y de la venganza de los muertos.
Pero nada ocurrió, no apareció un espectro vengador a gritarles las culpas que hubieran albergado en sus negros pechos cubiertos de camisolas multicolores hippies, nada, los días pasaron hasta las próximas exequias y con él tiempo y costumbre, Jacinto dejó aquellas manías de lado, y él dinero que comenzó a lloverles terminó de convertirlo a la causa.
II
La cara de Alfredo estaba contraída en una mueca de terror y espanto inconcebibles. Sus ojos reflejaban una insania producto del terror más sublime y puro.
Su boca gesticulaba estúpidamente, como un mico agonizante rezaría sus últimos ruegos. No podía gritar así que Alfredo, perdonavidas por oficio y asaltatumbas por afición, optó por orinarse en sus Jesús Levis tan de moda en los psicodélicos años setenta.
Las fauces de la muerte se abrían ante el pobre desgraciado inclementes y terroríficas. Alfredo dudó toda su vida de la materialización del fenómeno de la muerte como una entidad física. Le parecía ridícula la idea de la muerte como un ser físico. Ahora sabia que el ridículo había sido el toda su vida.
Ahora, frente a frente con la oscura madre de la noche, Alfredo contemplaba el principio absoluto de aniquilación y venganza.
Dios perdona, la muerte no.
Los cabellos del robamuertos encanecieron con premura, no era que a sus cuarenta no hubiese ganado unas cuantas canas, habíase divorciado cinco veces desde que comenzase su Bienaventurada carrera.
Bienaventurada hasta la noche fatídica aquélla.
III
Alfredo fue quien sugirió la idea de ir al panteón de aquélla localidad pérdida en la sierra de Tepoztlán, una localidad tan chica y pérdida que apenas y hacia una pequeña bolita en medio de la ruta de los pueblos mágicos.
Como siempre, el práctico y sensato Jacinto tuvo a bien en defecarse sobre la fama del lugar encantado.
- La única magia de esos pueblos es sacarles el dinero a los idiotas...
La tarde entera errando entre montes en su vieja camioneta les llevó hasta un pueblito de apenas unas pocas decenas de casas desperdigadas a manera graciosa, como un arbolito de navidad titánico... Alfredo, pese a su agrio y sarcástico carácter quedó maravillado de aquello. Aún así, habían ido a trabajar y la noche era el momento indicado. Escondieron la camioneta y aguardaron la noche más profunda. Muchas luces mortecinas fueron extinguiéndose poco a poco hasta solo dejar unos cuantos puntos luminosos, melancólicas estrellas caídas en un valle de lamentos.
El alma de poeta de Alfredo despertó aullando horrores y maldiciones a los que Osaran perturbar el sueño de los muertos.
Un Porro de marihuana acalló aquélla molesta voz. Pero no del todo. Ahora era un rumor bajo y siseante más ominoso por su tensa y contenida calma.
Caminaron con candiles entre las callejuelas empedradas de aquél pueblo cuyo nombre no sabían buscando la iglesia central y en ella, el panteón.
Jacinto le contó que un viejo loco y rico quería que desenterrarán a cierta muerta de una cripta muy principal. Es decir, reservada a gente pudiente radicada en viejas casonas o de estirpe noble.
El viejo aseguraba que la muerta era su nieta y que deseaba llevársela a descansar a un cementerio europeo, que era de donde la familia venía, ya que a su edad no le era posible vivir en un lugar así y la otra mitad de la familia querría impedirlo a cualquier costo, según Jacinto lo veía, ellos serían los milagrosos conciliadores de aquél pleito, la familia seguiría llevando flores a una tumba y el viejo visitaría otra. Esto no era un robo, era un rescate de una doncella.
A Jacinto aquélla idea le había dado risa tremenda mientras lo platicaban drogándose en la camioneta camino de aquél pueblo.
Ahora, entre árboles y luces agonizantes, aunque igual de drogado, a Jacinto ya no le provocaba risa. Todo lo contrario, cada paso aquélla voz siseante en su cabeza le murmuraba más y más... Cuidado...
Tropezó y cayó de bruces dando con la frente en un borde marmóreo. Jacinto mentó madres en voz baja levantándolo con la facilidad que usaría para con su mercancía, años de cargar y descargar fardos mortales les habían dado el físico e impiedad de dos Goliats. Alfredo alzó la lampara y miró con lo que había dado. Un altar donde brillaba una veladora de cebó gruesa y extrañamente aromada para honor del patrón del nicho.
Y dentro, una figurita, la figura oscura de un esqueleto envuelto con una túnica negra.
La Muerte Santa, patrona de todos los panteones y camposantos.
Jacinto carraspeó y escupió, Alfredo empezó a temblar con un frío nacido del miedo.
Cada paso y crujido de la hierba pisada o la rama que era resquebrajada por el viento resonaba como el chirrido de una horca en su hora final. Alfredo tenía miedo.
Intentó negociar con su compadre, pero éste, tras varios minutos de mojigatas excusas y sinsentidos de marihuano decidió acortar aquélla perorata con una treinta y ocho súper.
Alfredo dejó las alegatas de lado y se juró jamás volver a un panteón bajo ningún motivo y le rogó a la Muerte que esta le perdonase la vida y que se alejase lo más que Pudiese de el.
Y así llegaron hasta el lugar, solo había un detalle, había dos iglesias y un panteón en medio. El viejo no les contó esto. Jacinto le reconvino entre dientes a su compañero que saquearian la más vulnerable y fresca y sí al viejo no le parecía le meterían un tiro y vendería los dos cuerpos al maestro de una reciente escuela de forenses algo escaso de material.
Alfredo solo quería largarse de aquél lugar embrujado y tenebroso. Aquél lugar que estaba bajo el patronazgo de la misma Muerte...
Y violarían el mismo corazón de aquél lugar, Alfredo no quería morir, y eso significaba someterse a la ira drogada de Jacinto y a los misteriosos y secretos caminos de su majestad la Muerte. Solo era un títere idiota y sin voluntad entre la furia demente del mundo y de la infinita y fría llamada del abismo colgando de un pequeño cordón umbilical de plata enredado en su cuello.
Un gemido escapó de su pecho pero Jacinto no lo notó, le lanzó una pala y tomando una barrera se dispuso abrir el nicho más fresco.
Cada golpe sordo de hierro, las sombras en los nichos y la Luna enrarecida por nubes de tormenta daban a todo una atmósfera que Alfredo conocía y disfrutaba, pero ahora no. Por alguna razón consideraba que estaba totalmente anulado aguardando la caída de la hoja en su cuello culpable. La voz de su mente era un coro musical cantando una queda aria espantosa. Un par al principio y miles al final, voces en distintos tonos, timbres y acentos. Cuando el nicho se abrió la mente de Alfredo se disipó de las sombras de la droga.
Eran las voces de los muertos.
IV
Y la locura se materializó, una vaharada oscura y apestosa escapó chillando cual tufo diabólico. No era gas, era algo peor... Jacinto cayó tosiendo de rodillas, al poco, comenzó a vomitar al principio continuamente y al final hasta las mismas tripas. La forma negra y viscosa se reconfiguró en miles de formas humanas pegadas entre sí en un magma oscuro y viscoso, la pez del río de la muerte.
La cara de Alfredo estaba contraída en una mueca de terror y espanto inconcebibles. Sus ojos reflejaban una insania producto del terror más sublime y puro.
Su boca gesticulaba estúpidamente, como un mico agonizante rezaría sus últimos ruegos. No podía gritar así que Alfredo, perdonavidas por oficio y asaltatumbas por afición, optó por orinarse en sus Jesús Levis tan de moda en los psicodélicos años setenta.
Las fauces de la muerte se abrían ante el pobre desgraciado inclementes y terroríficas. Alfredo dudó toda su vida de la materialización del fenómeno de la muerte como una entidad física. Le parecía ridícula la idea de la muerte como un ser físico. Ahora sabia que el ridículo había sido el toda su vida.
Ahora, frente a frente con la oscura madre de la noche, Alfredo contemplaba el principio absoluto de aniquilación y venganza.
Dios perdona, la muerte no.
Los cabellos del robamuertos encanecieron con premura, no era que a sus cuarenta no hubiese ganado unas cuantas canas, habíase divorciado cinco veces desde que comenzase su Bienaventurada carrera.
Bienaventurada hasta la noche fatídica aquélla.
Las fauces de la Muerte estaban cargadas de colmillos, marfileñas estatuillas de muertos violados por ellos materializados en las fauces de la oscura Señora de la Noche.
Alfredo reconoció a todos, desde Larguirucho estudiante asesinado en alguna revuelta estudiantil hasta el niñito muerto ahogado en un descuido, desde el gordo banquero vendido al restaurante exótico, su cliente más valioso, hasta al mendigo cargado del mismo banco de parque hasta la entrada oculta al despacho de su lúgubre patrón, el rector de la facultad. Desde la reina de la primavera, muerta a machetazos y desenterrada merced del oro de algún desquiciado para ser violada y comida aunque no en dicho orden. Hasta el joven empresario muerto en un asalto y vendido a una escuela forense para servir de muñeco de ensayos.
Todos estaban ahí, cada muerto un diente más afilando las hambrientas fauces aquellas, oscuridad con una boca llena de blancos colmillos aislantes. Y la voz de aquélla majestad terrible eran las voces de miles de muertos.
Alfredo lanzó al final un chillido que le pareció el de un ratón gigante al ser apresado por un León, poco recuerda el día de hoy de su carrera en medio de la noche y los funerales cirios de los altares a la muerte hasta la camioneta, no recuerda como mi quien encendió el carro ya que Jacinto llevaba las llaves y Alfredo siempre jurará que no fue el quien levantó a su compadre del suelo de la cripta.
Aunque tampoco recuerda nada del viaje de cuatro horas hasta aquél pueblo perdido entre los montes de Tepoztlán hasta una caseta del DF donde fue interrogado porqué iba casi volando en la carretera en aquélla vieja camioneta, los de CAPUFE la tuvieron buena al ver que el anciano hippie aquél iba no solo cargado y puesto en drogas, sino que además llevaba a otro hippie, este en calidad de occiso como escribirían en el acta, también figuraría que el pasajero llevaría muerto un par de semanas atrás dado el grado de descomposición, Alfredo enloqueció purgando una condena por posesión y violación del reposo de los muertos cuando se enteró de que su colega había sido llevado al SEMEFO y servido para una clase de su mejor cliente.
Detrás de aquellos cerros aguarda dormido un pueblito sin nombre donde, en cada esquina hay un altar a la muerte y que es habitado por muertos. Eso dice Alfredo en el manicomio Santa María de todas las Lágrimas, un hospicio para dementes en estado de abandono e indigencia al que fue lanzado tras cumplir condena, viejo, loco y famélico.
Nunca dirá que en las noches la voz de la muerte le susurra cuentos enfermos y Tétricos y menos aún dirá que le reza y que le teme a partes iguales de adorarla, cientos de veladoras de papel están pegadas en la pared de su cuartucho ya que nunca lo dejarían acercarse al fuego así que solo ofrenda una de papel cada martes... Hasta que la pared esté llena, y en cada vela un nombre... Hasta expiarlas todas.
Fin
24 de Diciembre 2016
Media Noche
Baal Fausto Aramizaél Kurioz
Dedicado a mi Santa Muerte